Sunday, February 28, 2010

REDEFINIR EL CONCEPTO DE BELLEZA



Febrero tiene nombre de fiebre aunque también de ferocidad o de enfervorizamiento, que no son cosas tan dispares. Pero me gusta más afiebrado que febril, que es cualidad del enfermo pero también del ardiente, mientras que afiebrado suena más pasajero, más liviano, de mejor acomodo.

Pues resulta que ni por esas, que no hay modo de acomodarse a esa calentura, a ese fervor ardiente que nos suele acometer a mediados de mes, entre los fríos, con las habas aún muy tiernas, los guisantes casi en su punto y las alcachofas, todavía, en edad de merecer. Aunque el ambiente huela a churrasco (la cosa está bastante achurrascada) y el gato y la liebre se lleguen a confundir en la cazuela. Febrero aún no huele ni a romero ni a tomillo, que son hierbas que empiezan a florecer un poco más tarde y en mi tierra es de buena educación y sana costumbre ir a buscar, en excursión, al amanecer del Viernes Santo, para rememorar quién sabe qué antiguos misterios de la historia del hombre y para aliñar el cordero pascual y la memoria herida y poner a macerar unos cuantos recuerdos, no muy buenos, que están mejor al fresco y en esa saludable compañía.

Febrero tiene más de bendiciones que de festejos. Febrero tiene una Cuaresma larga y con siete patas que lo atraviesa y lo llena de bacalao y de garbanzos viudos y de espinacas frescas y, a lo mejor, de caracoles, que al no ser ni carne ni pescado, como las ranas y sus ancas, los monjes del Císter se empeñaban en cocinar (un poco a escondidas) mientras las clarisas, casi en ayunas, glorificaban al Señor entre melindres y yemas y cuchicheos. Pero febrero no me sabe a Cuaresma, que la olvido sobre todo los viernes, lo que son las cosas, y me da por el cordero o la panceta. Febrero tiene una especie de sumisión a sí mismo, de maldición trapera, de ese camino errante entre un Pinto carnavalesco y un Valdemoro bacaladero y rezongón.

Hace unos días, febrero puro, el artista plástico John Baldessari vino hasta Barcelona para inaugurar su exposición antológica en el MACBA. Le hicieron varias entrevistas y en una de ellas decía algo tan simple pero tan fatal como que “hay que redefinir el concepto de la belleza”. Seguramente habrá que darle la razón (él hablaba, claro está, de su obra, de su discurso). Pero no ahora. Hay que esperar a que los teóricos llenen las arcas de los editores y los plásticos las de los teóricos. O algo así. Pero sobre todo, y se me ocurre esta tarde en la que vamos a sepultar a este ardiente mes tras veintiocho jornadas de dudas, hay que esperar a que florezca del todo la belleza humana, que de la divina ya se ocuparán los monjes del Císter o las inquietas clarisas. A lo mejor con que aparezcan los cerezos rebosantes o se nos llene la casa de albaricoques hay bastante. Puede ser.

Sunday, February 14, 2010

PAN DE TRIGO Y QUESO DE FLANDES



Cantó Virgilio en forma soberana
la harina que a sus náufragos nutria;
del macarrón el ítalo se ufana;
gózase España en que garbanzos cría:
pues ¿por qué yo, con vena colombiana,
no he de cantar la mazamorra mía,
no he de cantar, gemela del bambuco,
la gloria de la arepa y del cuchuco?

José Joaquín Casas (1865-1951).


Dicen por ahí, y a lo mejor es verdad, que el primer sándwich que se comió en Bogotá era el de pan blanco y queso holandés, tantos eran los viajeros a Europa a mediados del siglo XIX y tanta su curiosidad y ánimo de extranjería o al menos de innovación.

Tengo un amigo colombiano, de Pereira, la capital del Eje Cafetero, que desayuna café con leche y jamón y queso y casi siempre arepas. Vive a la sombra del mamotreto de Bofill, el edificio Walden de Sant Just Desvern, aunque un poco más arriba, y se levanta cuando cuadra, porque trabaja a turnos, y desayuna o come con apetito y con nostalgia y la mayor parte de las veces con convicción, por ese orden.

Su padre, de nombre Ovidio y vendedor ambulante de profesión, recorría hasta no hace mucho los pueblos de la región, Risaralda, con su carreta llena de pan blanco y tortas de maíz y dulces y confites. Llena de dos culturas y de esfuerzo y de sonrisas, seguramente, pero sobre todo de ganas de vender. Ahora, a los sesenta y dos años, no se mueve de su silla de plástico color verde maíz, a la puerta de su casa, y saluda a sus vecinos y les dice, descubriéndose de su gorrita color trigo, que su hijo vive en España y tiene un buen trabajo y que él, algo enfermo pero sobre todo decaído, ya no tiene que andar por los pueblos ni que pelear con los guardias ni que ahuyentar a las moscas ni discutir con las mujeres. En su paraíso, y también en el de su hijo, vecino de Sant Just (o a lo mejor de Esplugues), hay más maíz que trigo, más manteca que aceite y más salado que dulce. Es un paraíso estrechito, de dos calles como mucho, como un sándwich de jamón y queso crema o como una arepa, untuoso, repetido, con algo de bruma por las mañanas hasta que el sol le hace volver al patio de atrás para hablar de la fugacidad de la vida o quizás para beber una gaseosa fría, a sorbitos.

El patrón de la harina de trigo, de los molineros y de los panaderos seguramente debe de ser el poeta Virgilio, aunque no de todos (los franceses, tan suyos, deben de tener oros patrones laicos para sus naufragios y sus baguettes: quizás Albert Camus o a lo mejor Jacques Derrida, también medio argelino). Pero esta mañana estoy un si es no es conmemorativo y le pido al gobernador de la ciudad de Pereira un monumento honrado, rotundo, bien fundido, con una carreta y un vendedor de arepas y de pan blanco, de dulces y de confites. Cerca del aeropuerto, para recibir a los turistas despistados, a los devoradores de Derrida, de Galdós (los garbanceros) e incluso de Andrea Camilleri, los más gastrónomos y más impertinentes. Un monumento a las dos culturas, a la emigración y al exilio, interior y exterior. ¡Toma ya!